A finales de junio por invitación de Suscipe di una charla en la que, entre otras cosas, hablaba de diseño web.
En aquella charla puse una diapo en la que resumía lo que considero esencial del buen diseño:
El diseño, cuando realmente es bueno, no lo notas. No llama la atención en sí mismo. No destaca. Sencillamente acepta su función, se somete al uso y se integra de manera tan sutil e imperceptible en la tarea que resulta invisible, neutro, apagado.
Cuando el diseño se desvía de la función para llamar la atención se vuelve manierismo. Escenografía. Drama. Barroco. Detrae atención del resto de la vida diaria. Distrae o, peor aún, molesta porque se entromete entre lo que queremos hacer. Se vuelve por tanto innecesario. Una carga. En mayo hice un post sobre el diseño estético que se vuelve peligroso.
El diseño excepcional está en lo que ni siquiera reparamos. Lo que no vemos.
Pero cuando pienso en los mejores diseños que me rodean me doy cuenta que no son obra de una sola persona. No tienen firma. O son evoluciones que se pierden en el tiempo (¿quién diseño los macarrones, el abanico?) o son el trabajo de un equipo a lo largo de mucho tiempo. Edison pudo tener la idea de una bombilla pero las que tengo en casa son el resultado de la invención, la creatividad y el trabajo de mucha gente. Para diseñar la tecnología de un CD, o el envoltorio de un condón, ha sido necesario un equipo de gente con conocimientos muy distintos.
A pesar de nuestra triste necesidad de transcendencia, de firmar las cosas que vamos haciendo, el diseño excepcional es anónimo. No entiende de ego. No tiene padre ni madre. Es labor de equipo y del progreso evolutivo de pequeñas ideas, una a una.
Quizá sólo cuando es anónimo podemos considerar que hemos hecho algo realmente excepcional. Firmar es equivocarse.